Tomada de su Mano


Me casé en 1964 muy enamorada y con la esperanza de llevar una vida feliz y placentera. Mi esposo era plomero y electricista. Nunca le faltaba trabajo por lo que en el hogar no había carencias de vestimenta y comida. Sin embargo, con el correr de los años, comenzó a tomar bebidas alcohólicas hasta emborracharse. Vez tras vez permanecía hasta la madrugada en la cantina y regresaba a casa profiriendo insultos e incoherencias.

Yo conocía a Dios, así que oraba poniendo en Dios mi confianza y aferrándome a Su mano en medio de mis angustias. Sabía que Dios es fiel y que siempre tiene el control sobre todas las cosas.

Una noche, mi esposo tuvo un pleito en la cantina. Borracho, se peleó con varios hombres e hirió a uno de gravedad. Llegó a casa golpeado, lleno de moretones, cortes y con las manos y la ropa manchadas de sangre. Verlo así nos produjo una profunda impresión a mis hijos y a mí. Todavía bajo los efectos del alcohol, él no recordaba nada de lo que sucedido. Afirmó estar bien, se lavó y se fue a la cama.

A la mañana siguiente, fui con mis hijos a la iglesia, como cada domingo. Al finalizar el culto, se me acercaron unos familiares con el rostro desencajado agitando un periódico frente a mí. En primera plana aparecía una fotografía de una persona herida y describían al agresor. La descripción coincidía con las características de mi esposo. Sentí que se me helaba la sangre. El herido, en estado muy grave, era hermano de la máxima autoridad de la ciudad. El miedo y la inseguridad inundaron mi cuerpo. Ni siquiera podía razonar con claridad. Fue como si el mundo comenzara a girar en cámara lenta y todos me hablaran al mismo tiempo en un idioma incomprensible. Policía … huir … influencias … poder … muerte … venganza …

Fueron días de densa oscuridad en los que hasta la lectura de la Palabra y la oración parecían ser insuficientes para reparar la gravedad del hecho y restablecer la paz a nuestras vidas.

Mi esposo huyó del país en medio de un intenso rastrillaje que intentaba dar con su paradero. Así me vi de repente sola con mis cuatro pequeños hijos y sin recursos para enfrentar a esta familia muy influyente de la sociedad que buscaba afanosamente al culpable. Pero yo tenía a mi Dios. Y me aferré con confianza a Su mano.

Todas las mañanas llevaba a mis hijos a la escuela e intentaba llevar una vida lo más normal posible; pero por las noches no dormía porque sentía pasos alrededor de mi casa. Agobiada por la angustia, le conté al pastor el intenso miedo que me acosaba por las noches a causa de esos pasos. Él me dijo que pensara que eran los ángeles del Señor, enviados por Dios para protegernos.

Un día me llegó una carta de la notaria notificándome que debía acudir a una entrevista para solucionar los trámites que nos permitirían reunirnos con mi esposo. Debía reunir toda la documentación y el dinero necesario en 15 días. Sola, con semejante carga que se sumaba al conflicto policial y a la estrechez económica, no tenía idea de por dónde comenzar. Tenía ante mí todo el papeleo y era tal mi bloqueo mental que ni siquiera entendía lo que debía hacer. ¡Señor, ayúdame −clamé desesperada−; porque sola no puedo!

Un día en que padecía una de mis frecuentes neuralgias que me invalidaban por dos o tres días, agravada por la situación crítica que atravesábamos, vinieron los pastores de mi iglesia a interceder por mí. De inmediato sentí que toda esa angustiosa carga y opresión que sentía se fue y pude ver, como en una visión, al pueblo de Israel que iba caminando por el desierto con la columna de fuego y la nube que los protegía y los guiaba. Vinieron a mi mente las palabras de Jehová a Josué: «Como estuve con Moisés, estaré contigo; no te dejaré, ni te desampararé» (Jos. 1:5). Me levanté renovada. Fue una experiencia tan magnífica que jamás la olvidaré. Enseguida, tomé todos aquellos papeles que debía completar, los leí, entendí lo que decían y pude llenarlos.

Toda la iglesia oraba por nosotros cuando finalmente nos presentamos ante el cónsul a tramitar la documentación necesaria para poder reunirnos con mi esposo en el país al que él había emigrado. Suele ser un trámite complicado, pero en un abrir y cerrar de ojos tuve en mis manos todos los papeles en orden. El Señor iba guiando cada paso.

Sin embargo, debimos permanecer un poco más en el país ya que mi hija recibía su diploma de secundaria. También había algo más que el Señor quería que yo supiera. Íbamos, alegres, de camino a la graduación cuando un automóvil se detuvo junto a mí. Descendió de él una mujer que me increpó diciendo: «Usted es la mujer del plomero que hirió de gravedad a mi hijo». Casi me desmayo del susto, pero alcancé a reponerme para continuar escuchando: «La justicia anda tras su marido y hemos enviado judiciales federales de noche y de día a su casa pero nunca encontramos a nadie». Y prosiguió con una confesión: «Mire, mis hijos y el resto de la familia planearon secuestrar a uno de sus hijos para obligar a su esposo a presentarse ante la justicia; pero no se los permití porque yo también soy madre y sé lo que se siente por un hijo».

Le agradecí el gesto y le aseguré que orábamos todos los días por la recuperación de su hijo. También le aseguré que mi esposo se haría cargo de pagar todos los gastos que esta situación había generado.

Al día siguiente, partimos dejando atrás nuestra patria, amigos, iglesia… para reunirnos con mi marido. Luego de un tiempo, él pagó su fianza y todos los gastos médicos del joven agredido. Sin embargo, la coronación de todo este milagro fue cuando mi esposo decidió entregar su vida al Señor. Allí vi la victoria que Dios nos había dado luego de tantos años de sufrimiento, abandono, angustia, temor e inseguridad: ver a mi esposo redimido, entregado a Cristo, lleno de Su amor y dando testimonio de lo que Dios había hecho en su vida.

Él ya está con el Señor, pero yo sigo adelante, tomada de Su mano y contándole a todos que «por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias. Nuevas son cada mañana; grande es tu fidelidad. Mi porción es Jehová, dijo mi alma; por tanto, en él esperaré» (Lam. 3:22-24) y, como dice el salmista: «Joven fui, y he envejecido, y no he visto justo desamparado, ni su descendencia que mendigue pan» (Sal. 37:25).

por Hortencia G.A. ( Biblia Vive tu Fe )


Espero este testimonio les haya sido edificante y de bendición, MALPDJ




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